Wednesday, September 05, 2007

Poemas Olímpicos

Jesse Owens

Jesse Owens, nacido junto al río
de cadenas de ojos de agua, el río
que canta hondo al pez escondido
en la oscuridad de la piel.

Jesse, hombre, color y barro
con una prisa como la de un cauce
de miles de ojos, de agua.

Jesse Owens crecido antes del Deal Nuevo,
cuando la k se escribe con capirote
y el oeste es aún es la línea vaporosa
entre el pasto y hocico del búfalo.

Jesse, corrido en el óvalo de los estadios
vacíos, como una olvidada saeta negra
en el carcaj dinámico
del relámpago negro y silencioso.

Su paso de veloz entrenamiento cuida el sueño
de los guardias de las pistas.

Jesse, vueltas en silencio y brazos como hélices
calentado el aire conla fuerza negra
de sus pulmones. Más allá sopla el río
y las frutas rojas de las orillas tintinean.

Al fondo de sus piernas entre plantas
se alza su alma, se abren las rejas del viento.
Soldado que vuelve el arco,
y sus brazos son los dardos hacia la meta.

Berlín ha sabido, en días de tribuna vertical
con svásticas, Führer y ojos azules
que miran a una fugitiva figura ennegrecida
que vino de una América orgullosa,
orgullosa de su arianía criolla.

Jesse tenido en la oliva y el laurel
sobre el color de los cuervos en el triunfo
sobre el color de la noche en la euforia del estadio
sobre la piel del toro para un péndulo de oro.

La pista abierta por pistola de aire
violenta y aceradamente una flecha negra:
tumbadas las trancas invisibles
los pies calzados de un gigante retumban.

Jesee, vuela sobre la pista de tierra blanda
desde donde parten saltos al Missisipi
donde oídos blancos salpicados de barro
a través de radios escuchan de un americano
de medalla de oro y genética apartada.

Jesee Owens, campeón olímpico
en la lejana Alemania, ante la salida del césar ario
viaja en su alma al río milláceo y de cañas
es una veloz y viajera flecha de pie en la orilla
de una Olimpiada.

Serranillas del Tren Ligero

Serranilla del Tren ligero, estación Sta. Filomena



Lo rojo de tus mejillas
yo vi, tan lozanas, cuando
subías, dejando el tren
que se alejaba,

por aquellas escaleras
de salidas o de entrada,
que eran, velozmente, como
yo las bajaba.

Cuando te vi, tuve ganas,
unas ganas inesperadas
de cortar así, una flor
tan de mañana.

“Hola ¡y tú! ¿Cómo te llamas?”

Me dijo: “Me llamo Laura”,
y agregó que era estudianta,
esa mañana.

Yo te juro lozana
que ya me eras licenciada,
y hasta doctora, en aquella
breve parada.