Sunday, August 19, 2007

Calle Montevideo

Montevideo tiene un espontáneo ambiente
de espumas inesperadas y festivos pámpanos,
besos con sabor a cartón en sus secos árboles
y miles de pentagramas nulos en sus cuadras.

Montevideo tiene, eternamente, tal llama
que esa calle me hace pensar los pasados años
al recordarla así, con mi enfebrecida mano.
Y, sin embargo, pienso,
cómo espantarla, si de ella es el tono en mi piel:
tono de hojas enjutas de eucalipto en Noviembre.
Tengo, además, el tamaño cabal de nariz
al del largo del invierno de Guadalajara.

Y, los pies cantantes y fríos que me sostienen,
poseen la forma ida de su oculta pendiente,
que a pesar de las muchas caminatas nocturnas,
huelen más a día de lluvia que a noche y luna.

Montevideo tiene un callado río dentro,
pero merecería tener un mar abierto,
donde recorrer esta cartografía nueva
que llevo silenciosamente trazada en mí,
de tanto abrir mis poros a los vientos del Norte,
de hurgar ansioso con mis oídos el ocaso,
de pensar en el iluso y ecuatorial Sur
y de escribir oraciones mirando al Oriente.

Ese río, fue una vena abierta de la sierra
que supuraba azufre entre lomas y huizacheras.
Una vena sometida a cirugía estética,
a una de esas que evitan que una calle se vuelva
una playa blanca de jal holgado en el llano,
donde los pájaros y los rebaños suceden
a los carros metálicos.

Una vena de la sierra que rodea el llano;
una vena que se asienta tranquila y serena;
una vena que no ha dejado de llevar dentro,
en su blanda corteza y dura concha de sol
y arena, la promesa de la serena tierra:
la de los ciclos del agua y la sed de los hatos,
mucho más allá de las llantas y los semáforos.
Pero los carros y el concreto, por la abundancia,
se han vuelto las venas y la sangre en vanagloria
de una inmóvil columna vertebral en la tierra,
cuyas vértebras huecas tienen redes eléctricas.

Vértebras que mimetizan a la serpiente hecha
de tierra petrificada con cientos de escamas,
transparentes y altas, como flores descuidadas.

Vértebras que poseen madrigueras de coches
que salen y entran a la luz de algunas medusas
miedosas, que huyen del suelo y su lisa dureza,
apretando su vientre a la boca de los postes
en espera del regreso de la mar y el día.

Vértebras que se soldaron a la tierra y río,
formando las contracciones del concreto gris
que se cubrieron de vidrio y cristal y acero,
por donde los ojos iban en paso de luz,
desde un extremo a otro,
en las aguas quietas y claras del mediodía.


Y ahí, en el medio exacto
de una de tantas, la más sencilla y encrestada,
está mi casa, la del árbol rojo y eterno:
el tabachín de brazos mutilados y gruesos,
que es casa de hormigas trapecistas y mineras.

Esa, mi casa vieja, que sufre insolación
por tener la testa demasiado amplia y sin tejas,
que la cubran de este puma amarillo y alado.

Esa, la que tiene un ofendido rosal blanco
por tener que competir con las grises ventanas
la luz del escenario.
Sin saber que los ventanales no quieren luz,
sino el agua esperada que no pueden beber,
porque les falta la dulce lengua de dos alas
que separa el fluido quemante de la nube ácida.

Ahí, en el medio exacto
de una cuadra con banqueta como solar rampa,
está mi casa vieja.


Frente a ella, hay eucaliptos castaños y enormes
que me hacen amar a la aislada y mítica Australia,
a pesar de no conocer ni una de sus casas,
ni una de sus calles, ninguna de sus colinas.

Esos montevideanos eucaliptos reales,
parecen estatuas vivas de la Isla de Pascua,
que en el estío parecen quintales altísimos
de leña apretada, con vueltas de hilo de caña.

Pero en verano, de repente, de viejos náufragos
son marinos en tierra que han bebido semanas,
quedando varados en una barra de viento
con olor a Koala.

Así son esos árboles, que siempre abanican
a esa colonia de dos poetas por sus calles,
en la que es posible, con pies o coche, juntar:
el San Lorenzo con las Pampas, el Orinoco
con la Apalachia, los glaciares y el Titicaca;
y donde las dos Américas se uniformizan
cuando aromatiza el lento rasero de Marzo,
con saltonas bolitarias en rama, las casas.

Un tapiz oloroso cubre Montevideo,
pero esa casa tiene la rebelión por piedra,
un naranjo por huerto, un prolífico rosal
por un prado y un verde baldoquino de palma,
ventilando por si, los soporíferos cuartos
de la suave planta alta y las cuadradas estancias
de la planta más baja.

Ahí, entre lisas paredes he olido los años,
los he olido entre el aroma fresco que intentaba
entrar y los olores
de nuestra osada casa, que siempre le ganaba;

porque Montevideo, olía siempre a fideos,
de Mayo a Mayo, haciéndonos sudar con tristeza
cualquier huella de invierno para escape del llano;
y ese caldo blando era hecho en manos sapienciales
que conocían bien la invocación del desierto,
pues mientras temblaban y se encalaban las ollas,
bellos azahares escondían sus aromas.


Muchos olores, cientos,
como el de zapatos nuevos bajo camas viejas,
o como el olor a perros en tardes de lluvia.

Montevideo olía a polvo desensilado
de las ventanas de celosías incompletas;
olía a televisión barata y sin antena,
incrustada sobre un escritorio que no lo era;
olía a tapetes empolvados por pisadas
trashumantes que siempre regresaban humadas;
olía a radio viejo y esforzado de diario
con las locuras de su aguja de sintonía;
olía a estufa de contado y platinado,
como una escafandra incluida a bordo, como el horno;
olía a humedad cortada por escalera;
olía a voces con aroma a leche quemada,
a voces olorosas como de mermelada,
a voces añejas como el del pan olvidado;
y el Domingo, sí, olía,
a penitencia jurada y césped bien cortado.


Olía, y ¿cómo no?
si ella era un venero vegetal evaporándose;
pero Montevideo,
sobretodo, dejaba escapar su ruidosa alma.

Pues ella, sonaba mucho antes que apareciera.
Desde el momento que las monedas del transporte
caían lentas al monedero acanalado,
la caja de música urbana que era mi casa,
iniciaba una canción herramental de voces
en creciente andante, hasta la puerta de la entrada
que se encogía como un diafragma por los puños
dirigidos a su acanalada y café espalda.

Era, sí, ella era entrada,
entrada de dos llaves, siete vueltas y un abran;
a todos los rumores con su carga de incienso
y sándalo profano;
a todos los vientos con sus zapatos de azogue
y depredar de cielos;
a todas las voces con sus tonos de ámbar blanco
y mármol entregado.


Esa puerta, que se abría y cerraba con manos
de hechicería y sabiduría comprobadas,
tenía de mayordomo un apéndice eléctrico
que aguantaba llamadas con su pequeña espalda,
haciendo la sonoridad más inesperada:

tocarlo y escuchar arrebatarse a los perros,
me hacía dudar si ellos estaban conectados,
pues entrar, era ingresar a una sala de música,
donde simultáneamente se ejecutaban
cientos de conciertos de cámara, sin distancia:

el sonido de la televisión encendida,
como esfera de frente parlanchina y brillosa,
era el público en espera de una alegre audiencia
entre el afinamiento de trombones y oboes
y la lentitud de voces finas que se sientan,
en la inminencia última del concierto hogareño.

Timbales vibrando: altos escalones pisados.


El sonido de las cortinas, al correrse, era
el suave murmullo de la luz en el venir
y el ir, sobre los hombros brillosos en la escena,
roja y alisada en jardines de seda muda
que colgaban de rieles blancos y enmohecidos,
traspasados por susurros hoscos de vehículos.

Las teclas agudas: las gotas primas de lluvia.

El sonido de la lavadora era el de un arco
de un cello grueso, moviéndose rápido y grave
por una mano enguantada en la burbuja sónica
que nacía al efecto de un rayo encadenado,
en el ronroneo giratorio de un aljibe
metálico, de pulcros botones encerados.

Los ágiles dedos, callando cuerdas: la plancha.

El sonido de la licuadora eran timbales,
discutiendo con trompetas agudas y ricas.

La ágil batuta del director: un cazamoscas.

y el rítmico piano atmosférico del verano
en la azotea, cayendo en gotas de lluvia ácida.

Así, Montevideo
sonaba, sonaba a lento desmoronamiento,
y ahora bien comprendo
por qué siempre maduraba la voz del teléfono,
y, entiendo, porque las voces eran el espíritu
de esa mi casa, en el cemento de Montevideo.

Y tan sólo lo entiendo,
porque la voz es, sí,
ella misma y así era nuestra Montevideo:
cantora y sonora, así en el silencio y el aire,

pues era toda ella, fantástica sinfonía,
sinfonía ilusoria;
con olores ante nuestros ojos oceánicos,
que hoy se han vuelto lagunas,
lagunas yermas a los colores oceánicos.

Y esto me lleva a decir y afirmar, muy seguro,
que la memoria mía, es la memoria de un ciego;
porque quisiera a mi casa de Montevideo
ver de nuevo y no puedo.


Quisiera verla, y me detengo ante ella de nuevo,
abro ahí los ojos y es una sombra inasible
sobre el agua y su número no me dice nada;
pues sólo frente a mí, está el oído que es la flor
de dos pétalos y raíz hasta el corazón,
que se aterra y ciega con la visión del vacío.

Y quisiera que los tonos del ayer subieran
los castaños árboles y la ceñida placa,
que las ventanas se agrandaran como las charcas,
que las puertas se abrieran como las nochebuenas,
que las celosías redescubrieran el tamo,

pero bien yo sé, que no es la luna la que cambia,
sino que es la mirada.


Como la mía, que un día entre miles de espigas
e hilos de cortinas se abrió, al revolotear
un pájaro dorado en la ventana cuadrada,
que me hizo ver que Montevideo no era más
el drama cambiante de coches y polvaredas
que se erizaba entre mis barbas ralas y pardas,

como mis sueños que al teléfono se enlazaban,
cuando la tardona Montevideo crecía
como crecen los hombres,

reventando las sucias puntas de sus zapatos
y teniendo más sed en Otoño y en Invierno
que en el tiempo del volátil y húmedo verano.

Montevideo se perdió, dentro de mis ojos,
en las agujas, volviéndose un poste de luz
en un sueño de cera,

acerca de una elástica madrugada y puente
solo, por encima de una avenida de trenes;
desde donde unas ropas, vacías y colgadas,
hacían saludos de algodón a las estrellas.

Yo, así como los pájaros
desperté. Desperté sin alba sin nada, apenas
soltando el cometa azul amarrado a mi casa,
como se sueltan las rendidas banderas blancas
por epifanías silenciosas y preñadas,

mientras que la ciudad se expandía como el hielo,
que montado en la frente del llano, al mediodía,
se le derrama en cogollos de bitumen y agua.

Desperté. Desperté,
entre los azores deslumbrantes del solsticio,
las miradas sordas de una bugambilia rosa
y los azahares de un naranjo primerizo.

Aún mis pies tenían el oloroso ruido
de la huida sobre el piso;
aún mis manos tenían el delator uso
de unas llaves umbrosas,

aún el eco del acero, al girar, sabía
a grava recién vertida bajo las esquinas
y las lámparas, que destrabaron una máquina
en sus oscuras llantas.
Me asome a la calle y recuperé el calendario
con la imagen negra del bitumen encuadrado,
que acosaba como sello las alcantarillas.

Y, entre la oscuridad de nuestros sueños quemados,
el sonido del timbre, de la entrada, sonaba
delgadamente en la tela de mis pabellones,
mientras al aire mis pupilas se humedecían

con el incurable levantar de la mañana,
que ordenaba el rítmico y hondo sonar de estrellas
y camiones urbanos de esquinas desmembrados,
en las escalerillas de aquella nueva casa.

Inoculado, allí, nuevamente, y salpicado
por las activas estaciones de los sabinos
y la transmisión satelital de ondas, inmóvil
amanecí como un cielo que hubiera perdido
su gran azul cometa,
pues había perdido el asiento de mi casa:
colonia Providencia.


Providencia, la ciudad en la cañada norte,
poblada de buhos y luciérnagas de plomo.
Empolvada en sus jardines encuadrados de oro,
aquella comunidad que en los años setenta
estaba saturada de autos y casas nuevas.

Ella era vecina que perifereaba el llano,
descubriendo el campo, hasta el Zapopan viejo y seco,
con sus torres santas, vistas desde mi azotea;
y la avenida Américas con ruido a motor
de gasolina, gastada en la cuesta empinada.

Providencia, casas alineadas en fila,
como remachadas y amarradas al cemento;
extraviada ahora, pues al abrir la ventana
ya no estaba. Era un recuerdo, una aparición falsa
y apagada en distintos autos, distintas casas.

Ella se quedó fuera al paraíso noventa,
perdida en la inocencia de la ilusa mañana.

Providencia: amigos prendidos en las aceras,
Providencia: credo y locura, nieve y estío.
Providencia: colonia.
Durante la noche, ella soltaba los encantos
del último suspiro a la calle de concreto
a nosotros, jóvenes de mezclilla nocturna,
que la respirábamos mezclándola con sueños;
parados allí, en las esquinas, o, caminando;
a nosotros que recibíamos el sonido
de las salas y las cocinas, donde se oía
el murmullo inocente
del transistor y su brillar de luz irisada
al rítmico parpadeo de televisiones.

Allí, donde los pájaros soltaban su olor,
desde aquellos profundos árboles que ocultaban
su propia noche, la de la mirada que espía.
Allí bajo ellos, abría la boca y tragaba
el fuego, sin incendio, sin llama, en la oscuridad
que no podía ocultar ya, mi crecida barba.

Allí, detenido en una esquina, pensativo,
reteniendo el primer olor a sexo y camión,
supe que Providencia era un gran globo de jal
que pinchaba la aguja de los años ochenta,
dejando caer al cielo nuestras papeletas
de cartillas y licencias sobre la de Américas.
Montevideo, continuaba asfalto y concreto,
perpendicularmente, entre la avenida Américas.

La axial avenida Américas, me construyó
en cada paso, en cada cuadro, en cada verano,
un camino, mientras sus banquetas se ponían
a la sombra de postes viejos, verdes de historias.

La avenida Américas, tan gris y tan poblada
de autobuses y autos hacia las colonias nuevas,
donde ellos peregrinaban como estacionales
rebaños de cabras y elefantes de chasis
y tableros musicales sobre cigueñales.

Esa planicie linear, en el mediodía,
me parecía una adherencia con edificios
que me hacía ver en la giba de su largueza,
más allá de la mano occidental de Colón,
su viejo nombre Unión.


Américas, se desparramaba hacia la izquierda,
hacia el barrio oloroso de Santa Teresita
con su estampa vecinal y carpas domingueras,
con el sonido multiple de los transportistas
y los hacedores de tostadas, que ocupaban
los espacios más húmedos del mercado sónico.

Y luego, el dulce y largo barrio de La Capilla
de Jesús, el de la fría escarcha de maíz:
el tejuino, que me hizo viajar más al Oriente,
con el vigor del hielo y la fuerza de la tierra,
hacia el tronco y el núcleo que sujeta Américas:
el centro. El centro, que me atrajo como al jején
el trigo, con el sopor y empacho del café;
con el sonido arboroso de algunas callesas,
donde está el ruido que todo rodea sin fin
en el gemido de los canales de las llantas
que ruedan como ola que viene y nunca revienta.

El centro, donde el humo se adhirió a mis pulmones
viscosamente, en el giro de la velocidad
mundana del alegre e impaciente automóvil,
como el que de noche me llevaba de regreso
en una ruta de recuerdo a mi casa vieja.
Así, supe que tenía fundada una ciudad
en mi cabeza luego de perder una casa,
una calle, una colonia, una manzana, un mapa.
Porque dije mi casa, partiendo desde un centro
del que se sostenía toda una plancha urbana.

Supe que la tenía fundada, y con imprenta
puesta, pues llegué y bebí agua despreocupado.
Supe que todos sus hombres, todas sus mujeres,
suben y bajan de autos y autobuses al ir,
venir y salir de sus soledades urbanas.

Supe, entonces, que no sólo existía una calle,
sino exactamente una familia de callesas,
callejones y calles; una unión de avenidas
y bulevares; una gran familia de calles
que amanecía para millones, para todos
los millones que se levantan diario en millones
de mañanas, tan lejos, tan cerca de la mía.

Pero todos esos caminos eran las líneas
de una misma y única planicie edificada
y a la cual yo levantaba memoriosamente
como Guadalajara.
Saber, entonces, de mi ciudad al asomarme,
como un polizón en la minúscula portilla
de un barco; a la nueva calle que contenía eso
que llaman antiguo y que me mantenía unido
a los árboles y a las aves, como palanca
a su tablero y suelo.

Saber de ella, porque grabé con sombra la palma
de mis pies en la inclinación pedestre de la honda
avenida Hidalgo y la anchura tosca y acuosa
de la desmemoriada Calzada Independencia.

Saber de su voz , en la dulce voz de mujer
que da el cambio en su puesto de diarios de un portal,
como el ronco y áspero responder de un chofer
al recorrer y cortar la avenida Corona.

Saber de los acentos que pone, a cuantos días
tiene la semana en jornadas, en estaciones
del tren ligero o de los miniautos eléctricos
de tantos refresqueros locos y aventureros,
que circulan por avenida Federalismo
y la calle de bajada de Pedro Moreno.

La ciudad, pero esta ciudad que de unirse tanto
hizo crecer mi calle y mi aglomerado urbano
en un mapa plano de arena, concreto y agua,
que fraccionaba el llano para edificar casas.

Esta ciudad que me deja moverme y vivirla,
en diferentes calles y gentes, quienes me hacen
creer en la bondad como R. Michel, o
creer en la poesía como Alfredo R.
Plascencia, en el sacrificio inútil: Niños Héroes.

Calles, que hacen a un lado la gran serie infinita
de los números, con los nombres de los que mueren.
Ciudad de calles de fin abrupto y profundísimo
como Belisario, o de avenidas de humaredas
como Revolución, o de avenidas de prisas
locas y tontas como la de López Mateos.

Ciudad, que me recuerda alzadamente y de pie,
que el asfalto termina donde inicia la cima
de los cerros, en la orilla de la depresión
de la tierra, llamada barranca; o en el último
escalón detenido sobre una aeronave,
en una de esas, que lo ponen a uno en el cielo.
Esta ciudad que tiene otras ciudades encima,
de varios pisos suspendida sobre el gris piso,
ubicada en archipiélagos a varios metros
del suelo, como la torre Américas, gigante
dividiendo el aire y no el llano. Ciudad de casas
de doble piso, de doble o triple, o, tal vez, cuádruple
piso como El Sauz, Miravalle o la Prisciliano,
que se repiten verticalmente en cada planta
de terrazo o cemento que son bien habitadas
con niños y bebés; o con los recién casados.

Esta, la de las voces en la noche, sin rostro;
ciudad con mayor claridad que las celosías,
donde se oyen clamores de casada reciente,
donde se oyen los reclamos del recién nacido
que más calostro quiere.

Ciudad, toda de alturas, donde se queda el agua,
sacrificándose en la voluntad niquelada
de la electricidad; en una bomba que sube
el río a las azoteas que serían patios
de no ser las alturas.

Pero, puedo llamarla, todavía poliédrica;

con los artefactos bicéfalos de sus placas,
que dividen en azul la cuadratura fija;
que nombran las rutas en los ejes de la rosa
en las dos vías de Morelos y la Calzada.

Ciudad en dos por dos,
renombrada y renumerada en paredes, muros
y postes, hacia la moderna o la Americana,

haciendo a Simón Bolívar calle de Balbuena,
a Marsella vuelve Plascencia y Pedro Buzeta,
a la estrecha Colón, sombreada Santa Mónica
y al huertero Dn. Munguía, Díaz de León.

Sin embargo, este pliegue en el llano, en construcción
expande sus nombres, extendiéndose metálico
en vocales y consonantes de placa azul
al asentarse los hombres, sedentariamente.


Esta ciudad, que se mantiene despierta y viva,
en las cuentas de su propia gente. Gente que ama,
que deambula, espera, trabaja y se desvela.

Gente, que cree y crea
a su ciudad, que es una, en su sueño y su vigilia.
Gente que veo llevar un dedo hacia su oído,
cuando escuchan larga, callada y profundamente
con sus ojos abiertos.

Gente de esta comunidad, que hace cuestionarme
qué nos significa la vida aquí, en esta ciudad
terca, con sobrepoblación de hormigas, enrentas
y autobuses urbanos.

Qué nos significan esas arcadas abiertas
o esa estación subterránea bajo edificios.
Qué nos significan a mí, que hago este poema,
o a ese joven cholo que atraviesa la plaza,
o a esa muchacha pensativa que algo aguarda,
o para aquel policía que resguarda el tránsito.
Qué, qué nos significa.


Pienso, en el recorrido que hago y he hecho los días
que vienen después de cada día, al inquirir
las paredes que laberintan esta ciudad,
que se encuentran en puntos iguales y distintos:
casas, plazas, comercios, hospitales, mercados
talleres, cines, fábricas.
Y que me hacen ponerle orografía a un mapa
de papel: el pliegue de acero y concreto armado.
Mapa que he recorrido sin haberlo notado.

Esta ciudad, this city, diesen stadt, cette ville,
o como se diga en todas las lenguas del mundo,
pero que tenga completa esta cartografía
que va de las lomas cuatrinas de Miravalle
a las orillas caídas de Huentitán el Bajo,
de las esquinas empedradas de Ciudad Granja
a la loza encandilante de Loma Dorada.

Cartografía, recorrida en el ver, oír
y tocar en los sabores que huyen de las casas,
en las palabras de madre en lucha y desamada,
en el color del vidrio y marco de sus ventanas,
en la dimensión y pueblo de sus azoteas
y hasta en el fermento de sus bolsas de basura.
De ésta, esta ciudad, pues
veo, oigo y toco estas casas que tranquilamente
se transforman en agujeros deshabitados,
cubiertos de una delicada tela de luz
en la fracción del llano

Veo, oigo y toco la orientación de las colonias
y barrios en la acumulación de sus antenas,
en las manchas anuales de sus grises tinacos
y en el espejo de la pintura de sus autos.

Veo, oigo y toco la inteligencia comunal
del pueblo de este jirón del país jalisciense,
en la extrañeza de Jardines del Bosque o Cruz
del Sur en su oblicuidad y multiplicidad
que me hacen sentir la piel del cielo en mi palabra,
al verla, oírla, tocarla, olerla, y al tomarla.


Verla, en la sinuosidad verde de Chapalita.
Oírla, en la estridencia de sus grandes telares.
Tocarla, en el acero suave del tren ligero.
Tentarla, en las puertas bruñidas del expiatorio.
Verla, en la saturación plástica de Obregón.
Oírla, en las cafeterías de Independencia.
Tocarla, en la variedad de sus timbres eléctricos.
Tentarla, en el rostro de las morritas lozanas
de las secundarias cerca del parque Morelos.
Verla, en el mosaico de miradas que transportan
los minibuses locos.
Oírla, en los chirridos y claxons a lo largo
y ancho de Alcalde y Juárez.
Tocarla, en el calzado y ropa que salen diario
de cosedoras máquinas.
Tentarla, en la mano esforzada de sus obreras.
Verla, en los mercados descubiertos de las plazas
del Sol, Torres y Abastos.
Oírla, en el canto de sus choferes que encienden
la vida de millones.
Tocarla, en el tallado de piedra de Belén
y Nuevo y Mezquitán.
Y tentarla en fuentes redondas de Lafayette.
Y verla, oírla, tocarla y darla como casa.
Porque esta ciudad lo que me significa, es: casa.
Casa-cuarto, casa-cocina, casa-cochera,
casa-sala, casa-azotea, casa-terraza,
casa-puerta, casa-banqueta, casa-colonia,
casa-árboles, casa-manzana, casa-avenida,
casa con el sonido de las nubes encima.

Casa de colonias vecinas y circundantes,
casa de colonia periférica, de barrio,
casa de condominio,
casa de edificio aéreo, casa en el centro,
casa del sol, casa de la luna, de los cielos,
en un sector y un sueño.
Casa, la que rehabitó la industria del comercio
en las casas del centro;
Casa recuperada por la industria y empeño:
los comedores céntricos.
Casas edificadas en el suelo de jal,
casas edificadas en las innumerables
barrancas y bajadas
o casas construidas en las playas de los ríos
como Montevideo.
De ahí, que siempre digo:
Guadalajara, significa casa, mi casa.
Por eso, sé de las casas, de todas las casas,
de todas las colonias y de todos los barrios,
pues ahí donde se reúnen sillas y camas,
lavabos y toallas,
alacenas y mesas, baño, estufa y recámara
entre paredes y ventanas, muros y puertas
verticales o planas,
yo, sé bien de las casas.

Casas como El Batán, Santa Teresita, la Atlas,
Jardines de la Cruz, la Morelos, Miramar,
todas son, nada y sólo, sino casas de casas.

Donde se puede crecer reventando zapatos
crecer en el verano y los partidos del pie
donde los autos, sobre la banqueta claudican
al sol y las revanchas

Casas de donde se sale a chutar un balón
o a batear al ritmo de la serie mundial;
o, tal vez y mejor, deslizarse en patineta
hasta toparse suavemente con otra calle,
para saber que se tiene una casa a la espalda.

Camino y ando entre las sombras y los semáforos,
ligado a la pluralidad de casas y calles
que he acumulado en este mapa de mis manos.

Y pienso, cuánto te he pensado Montevideo
tal si fueras un pájaro,
sobreviviendo y luego apoderándote, plena
y celestemente de esta comuna de acero
y cemento de piedra
que se alarga desde la limitada extensión
de una cuadra gris entre Ontario y Rubén Darío.

Mas yo, sin embargo, ya no pienso sino canto,
Canto, sí, aventurada y terriblemente. Canto
a esta ciudad que me acoge distinta y de modo
distinto sin parecerme la misma y la única.

Canto a sus hombres y mujeres, que la merecen;
canto a sus trabajadores y a sus pensadores;
canto a sus monumentos y sus tumbas no muertas.

Canto a todos los nombres
de sus calles, colonias, sectores y comunas.
Canto, canto libre a esta ciudad enclavada
en tierra jalisciense.

Libremente, yo canto:

Guadalajara, madre
que teje con hilos de asfalto, vidas fantásticas.

Guadalajara, vástaga
del país jalisciense, que crece con las manos
de todos sus trabajadores de cuerpo y mente

Guadalajara, ciudad
que se extiende entre el eco de una barranca vieja
y cerros con olor a lágrimas de mañanas.

Guadalajara, barco
fantasma, que me hace dudar si el mar no está oculto
en nubes, sobre este llano espinoso y desértico.

Guadalajara, fábrica
la de ensordecedores transatlánticos fábricos
que huelen a engranajes, cables, obreros y planes.

Guadalajara, templo
humano, de sonoras y ardientes voces santas
que son tentadas por la dulce voz del pecado.

Guadalajara, amante
que bien puede liberarse con alzar las manos,
después de arrojar los candados humanizantes.

Guadalajara, vida;
vida de días anteriores y venideros;
vida toda de sueños,
vida que hacemos al desplazarnos en el tiempo.

Guadalajara, muerte,
la muerte que nos pone en sus bolsillos de piedra,
con racimos de nubes, que impregnan a las tumbas
con el aroma perdido y violento del llano.

Guadalajara casa,
la que hace a los hombres escaparse del silencio,
la que cambia en poetas a los hombres pacíficos,
y a los poetas en perseguidos de si mismos.

Guadalajara calle,

sí, la de mi casa, que encuentro todos los días,
siempre con otro nombre,
haciéndome creer que el pasado se ha perdido

y que el tiempo que descarapela los letreros,
me descubre al empeño de la hermana memoria
con sus dos palabras que se niegan al olvido:
calle Montevideo.
Tomado del libro "Calle Montevideo y otros poemas"

1 Comments:

At 8:03 AM , Blogger Unknown said...

En este tiempo se necesita ser un poeta valiente para apostar por los poemas largos.

 

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