Thursday, February 07, 2013

Todo es rugby


            Todo es rugby
                            novela, frag.

Ahí estaba yo: echado en el sillón viejo de la sala, frente a la tele vieja; viendo cómo el árbitro silbaba el final: Sudáfrica había ganado la Copa Mundial de Rugby Francia 2007. Le habían ganado a los ingleses, quienes creyeron firmemente que podían ganar y repetir el triunfo que habían logrado cuatro años antes. Al menos eso era lo que decían los comentaristas argentinos.
Era el segundo partido que veía de rugby en mi vida, y eso gracias a una “TV por cable” que mi madre había contratado luego de haber entrado a la maquiladora aquella, la que en un principio y que durante algunos años dio buenos tiempos a una casa de escasez frecuente.
“Quince a seis, ¡mis respetos, cabrones!”, dije en voz baja, "cuadrándome a la militar" hacia la pantalla, mientras los sudafricanos levantaban la copa que habían ganado arduamente frente a los ingleses, cuyos rostros sucios, sudorosos y enfadados enfocaban las cámaras.
Un día antes, los argentinos habían ganado contundentemente a los franceses en la lucha por el tercer lugar. “Argentina, ¿tercer lugar mundial en rugby?” me preguntaba sorprendido una y otra vez desde el momento que apagué la tele. Y es que, en Guadalajara, los argentinos o bien se dedican a jugar fútbol o bien a vender carne asada. Así que ver jugar rugby, sorprendido como estaba, a esos “chés” que hablan un español confuso, con un acento italiano, me costaba trabajo, trabajo al verlos jugar en un tú-a-tú contra ingleses, franceses, australianos y  sudafricanos.
¿Pero por qué me había parecido sorprendente? Después de todo en Jalisco, en ese momento no sabíamos nada de rugby. Bueno, pues yo, al menos, lo sabía desde apenas dos días antes, y eso por casualidad ya que había entrado a ese canal de deportes, buscando en qué entretenerme, pues el hecho de no haber salido en las listas de admisión de Preparatoria me había dejado sin actividad alguna, por lo menos de las productivas. Mientras que, en Argentina, llevaban ochenta años jugando, y jugando bien, como los británicos.
Los argentinos habían ganado treinta y cuatro a diez a los franceses. Con un juego demoledor. Eran dos equipos formados por guerreros que corrían y luchaban en el campo tras un balón que la mayoría de las veces no se veía, cosa que me mantenía confuso, pues en ese momento yo no sabía ninguna regla, sólo las intuía, aunque gracias a la explicación de los comentaristas, aquellos argentinos, pude comprender algo del partido.
Así que, mi primera impresión del rugby estuvo empatada con mi primera conclusión sobre los argentinos: es un deporte de ingleses que se puede jugar en español, en el cual hay que darlo todo, y otra cosa: donde los equipos chicos se miden contra los grandes, de una manera esforzada y disciplinada, aunque pierdan, como en la semifinal Argentina contra Sudáfrica, o como en la Guerra de Malvinas, guerra en la que, según Humberto, el Jume, el novio de mi madre, aunque los ingleses los hayan pisoteado con sus Harriers y sus Gurkas, hace muchos años en el Atlántico Sur, los argentinos les dieron la pelea.
Me metí a la cama y mientras me vencía el sueño recordé que, al día siguiente, después de Misa, evento al que mi madre nunca faltaba, a pesar de sus contradicciones, al menos las que le creía yo, ella iría con Humberto al Parque Metropolitano, ya que desde hacía días venían diciendo que irían con algunas de sus compañeras costureras y con sus esposos o novios o pareja, así como con algunos de sus hijos, a pasarla juntos ese domingo para salir un poco del ambiente de tensión en el que había caído la alguna vez feliz maquiladora.
Mi madre como la mayoría de las que trabajaban en la maquiladora textil, era madre soltera. Era mi madre, pero era soltera como la que más de ese grupo, a pesar de que si por ella fuera hubiera dejado la soltería desde hacía mucho tiempo atrás. Mi padre, también soltero y que para esas fechas debió tener más de cuarenta, era un tipo al que conocía, pero al que jamás veía. A él jamás le había interesado la responsabilidad que había contraído al procrearme, de ahí que siempre le agradecí a mi madre el haberme puesto sus apellidos de soltera y el de, sobre todo, haberme dicho y nunca ocultado quién era mi padre.
Otra cosa de Margarita, mi madre, eran sus novios, ellos eran siempre de dos tipos: unos, los buena onda, los “leñas”, que nos sacaban a pasear a ella y a mí, pero que a pesar de los buenos deseos de mi “jefa”, nunca se animaban a dar “el último paso”; y los otros, en cambio, simplemente eran los típicos vatos que sólo iban por un rato de diversión en medio de las piernas de ella, sin importarles lo que Margarita quería de la vida. Sería por eso que nunca tuve hermanos.
***
-¡Ya nos vamos al parque, Míke! ¿Estás seguro que no quieres ir? – me preguntó mi madre, mientras caminaba hacia la puerta, llevando una bolsa grande en la mano, donde llevaba los lonches y demás bastimento que había preparado para aquel día de campo.
-¡Vamos Míke! Allá nos echamos un partidito. Van ir muchos morros como tú, allá formamos equipos y nos ponemos a darle al balón, ¿qué dices?.- decía el Humberto, el Jume, parado en la puerta, bajo una gorra de los Diamondbacks de Arizona, lugar donde había trabajado varios años. Él me animaba, mientras con una mano sostenía su mochila y con la otra una bolsa con refrescos -. ¿O, lo que pasa es que quieres quedarte viendo la tele todo el día? – me dijo en tono de burla y esperando que le contestara afirmativamente.
-Quiero ir al Internet.- Les dije mientras me tomaba un vaso de agua, en la cocina, la cual se veía perfectamente desde la puerta de entrada donde estaban parados.
- ¿A cuál Internet, si el de doña Chayo está cerrado y no creo que haya uno abierto hoy domingo por aquí cerca? - preguntó mi madre con un tono de imprecación y empezando a desesperarse.
-No, ya lo sé que está cerrado, más bien pensaba ir al centro. Arre, me voy con ustedes y me quedo en alguno que encuentre abierto. Allá hay muchos - les dije mientras dejaba el vaso en el fregadero y tomaba mi gorra del sofá viejo.
-¡Vámonos pues, si ya lo decidiste, vámonos! -. Me dijo mi madre, mientras alistaba sus llaves para cerrar la puerta, dejándome un pequeño espacio para salir de nuestra pequeña casa de interés social.
Mi madre y Humberto iban felices: era su día de descanso, en cambio a mí eso de ir hasta el Parque Metropolitano, no me habría hecho feliz para nada. Si bien es cierto que cuando fui niño siempre disfruté de esas salidas, una vez que crecí dejé de acompañar a mi madre a todos lados, o ella de llevarme consigo, situación que de algún modo cambió nuestra relación.
Ir a ese parque, recuerdo, era un largo viaje, era un largo camino en “L” que significaban unas dos horas en camión. Al principio valía la pena ir sobre todo cuando era un parque lleno de árboles y césped verde, hoy tiene muchas construcciones que lo hacen parecer más un parque de diversiones que un lugar  campestre.
Yo me bajaría ahí donde doblaba la “L”, en el centro de Wanatos. En ese lugar ellos tomarían otro camión rumbo al parque, de hecho en ese punto se habían quedado de ver con algunas de las costureras. Y efectivamente, al bajar del camión urbano en esa parada, ya estaban algunas de ellas con sus bolsas y cosas para día de campo. Supe que otras llegarían allá, eran las que tenían coche.
-Nos vemos en la casa, en la tarde - les dije al separarme de ellos. Mi madre me dio un rápido adiós con la mano, entre risa y risa, pues sus amigas-compañeras se burlaban de ella por ir como una jovencita con galán, con Humberto, tomados de la mano hacia la parada del otro camión, el que los llevaría hasta el parque.
Al Jume, que era como le decían desde niño, yo no estaba seguro en qué lado debía ponerlo hasta ese momento: si en el de los indecisos o en el de los gandallas. Aunque llevaba de novio casi dos años con mi “jefa”, la Margarita, yo estaba por ponerlo en una nueva categoría: los “comodinos”, por ser un buenazo sin iniciativa, pero sobre todo porque también era costurero. Y es que en esa época, los costureros me parecía tenían una mirada que se les perdía en el rostro -cosa que me repugnaba, dado que percibía lo contrario en las costureras.
Mientras me alejaba en sentido contrario, simplemente voltee sin detenerme, los miraba: allá iban todos, platicando y riéndose, camino a la esquina donde tomarían su camión. No se dieron más cuenta de que aún los veía mientras caminaba alejándome, a la Mago y al Jume, con sus amigos.
***
Caminé por algunas calles del centro y después de haber recorrido unas cuantas, luego de ir buscando cuadra tras cuadra sin éxito, me encontré con un “Cyber” abierto, el cual parecía una especie de salón de clases con una gran puerta que daba a  la calle, en él había unas computadoras sucias entre tres paredes sucias de un descolorido tono azul claro. Detrás de las pantallas estaban algunos tipos raros, de esos que tienen dibujada la soledad en el rostro. ¿Sería, pensé, porque era domingo y porque era el centro de la ciudad? Pero es que, ¿dónde más podría haber un cuadro semejante?: tipos descuidados, sin peinarse, ojeras y rostros demacrados detrás de unas computadoras, las cuales tenían una capa de polvo y manchas de café y refresco en sus superficies. Casi hubiera apostado que estaban cibernavegando en sitios pornos. Mientras ese pensamiento cruzó mi mente, uno de ellos me miró, causándome un mal presentimiento. Sentí la mirada del depredador, así que había que poner tierra de por medio, me senté en una computadora alejada de ese maniático de mirada gris: “pinche loco puñetero”, dije en voz baja mientras me sentaba. Encendí la máquina y empecé a navegar con el  motor de búsqueda: teclee la palabra “Rugby” en el cintillo y esperé a que aparecieran lo que la Internet me traía a la pantalla:
“Resultados 1 - 10 de aproximadamente 85,900,000 páginas de Rugby. (0.15 segundos)”.
Eso era lo que había salido en la pantalla: ¡Ochenta y cinco millones novecientos mil resultados! Vaya, eran muchos. Entonces modifiqué las propiedades del sistema y sólo elegí español, “Rugby en español”, me dije en “entredientes”, por supuesto, después de todo, los argentinos habían ganado el tercer lugar y hablan español:
“Resultados 1 - 10 de aproximadamente 2,590,000 páginas en español de Rugby. (0.23 segundos)”
Bueno, este está es más manejable, pensé, mientras empezaba a otear por las páginas que me sugería el buscador, la Wikipedia por delante:
“Rugby - Wikipedia, la enciclopedia libre  El fútbol rugby, popularmente conocido…”, descripción del deporte, luego pasé a otro sitio:  “Rugby: Torneo Seis Naciones, Tres Naciones, IRB…”, entré al sitio de la “Federación Española de Rugby. Sitio web oficial del máximo organismo…”y  entonces descubrí algo que fue decisivo para mi afición:
“International Rugby Board - Home   - [ Traducir esta página ] Rugby World Cup Official Web site. ... “. Mi mente se detuvo un momento, mientras veía el sitio de la FIFA del Rugby, y es que jamás había cruzado en mi mente que hubiera un organismo para este deporte. Mi asombro venía, creo, de que no había imaginado que existiera una cosa tal, ¿por qué no lo hice? Pues si había un Comité Olímpico Internacional, ¿cómo no me había puesto a pensar que había una Organización que se encargara de organizar, promover y difundir este otro deporte? Bendije la Internet y eché la culpa a que este deporte no era de la cultura hispana, ¿Pero quién dijo que no lo era, si navegando por la Red, revisando la lista de posiciones de equipos del mundo, vi que varios países hispanos estaban bien posicionados, incluyendo España? Y me quedé pensativo frente a la pantalla, en el cyber, mirando más allá de la puerta y sobre la calle a la que daba la misma. Claro, traté de no mirar hacia donde se encontraba el depredador, el tipo aquel que seguramente en ese momento miraba un sitio porno, y que constantemente levantaba su vista, barriendo con la mirada a su alrededor, esperando encontrar a alguien que lo estuviera espiando para lanzarle una mirada amenazante.
Entonces pude asegurar, a mí mismo primero que nadie, que el Rugby también era para los hispanos, ya que hacía tan solo dos días Argentina había jugado por el tercer lugar en el Campeonato del Mundo, y lo había ganado. “Pero si los argentinos no son exactamente hispanos”, decía en la secundaria mi maestro de historia, quien nos contaba, como buen fanático del soccer que los argentinos eran una mezcla de gente de varios países, incluyendo ingleses, argumento con el cual, según él, no los hacía completamente hispanos. “Pero si hablan castellano, si lo son”, en cambio me decía mi maestro de español.
Pensativo como estaba, con pensamientos que se me iban y venían entre la lengua castellana y el deporte, llegué a la conclusión que más bien la situación era que yo estaba en un lugar atípico, donde no se conocía y prácticamente no se jugaba ese deporte, pero que nada más era cosa de asomar la nariz para darse cuenta de que en todos lados se practicaba el Rugby.
Mientras recorría ese sitio WEB y para mi sorpresa, yo que en ese entonces no hablaba inglés; encontré algo en español que me paralizó y que contemplé como si fuera un tesoro al cual hubiera encontrado para mí solo: Las reglas completas del juego en español, más algunos capítulos para entrenamiento del juego, “¡Internet, la magia de Internet!”, dije, mientras me venía a la mente esa frase comercial, sin recordar en dónde ni de quién la había oído.
Toda la información que uno desearía encontrar, con una búsqueda mínima, instantánea, y además abundante, había sucedido ante mis ojos. Era la panacea, el oráculo, de la que había escuchado muchas cosas extraordinarias, de boca de mis maestros de la secundaria, quienes hacían, fervientemente, algunos porque no todos; proselitismo como si se tratara de una nueva religión. Sí, me había sucedido esa tarde de viaje al centro, en un cybercafé abierto en domingo.
“La lengua es como el agua, se filtra por todos lados y se decanta. Hay que encontrar ese pozo a donde se decanta toda ella con sus ideas”, decía mi maestro de español al final de cada clase. “Tenía razón Profe Alfredo”, me dije, mientras leía las reglas por primera vez.
Pasé tres horas en el cyber, visitando ese sitio y otros que encontré, como el de la Federación Argentina de Rugby, que era la más grande, la de Chile, la de Uruguay, Venezuela, Colombia, los países centroamericanos.
Luego de muchos sitios visitados y de haber hecho una selección de lo que para entonces fue lo más importante para mí, imprimí lo que consideré necesario para estudiarlo en casa.
Me dirigí al lugar donde habría de tomar el camión rumbo a casa, a la esquina donde unas horas antes había llegado, acompañado de Margarita y Humberto, en el centro de la ciudad. No sé cómo, pues, pienso fue sin querer, al menos así lo creí, pero una cuadra antes de llegar a la esquina esa, me desvié. Seguí caminando y llegué a una tienda de deportes, una a la cual yo había ido, alguna vez, a comprar algunas cosas, acompañando a mi madre. Me paré frente al aparador y traté de encontrar algo de lo que para entonces ya empezaba a reconocer como el equipo necesario para practicar rugby. De entre las sombras se movió alguien, un momento después se abría la puerta, asomándose un tipo que me preguntó:
-¿En qué te podemos ayudar amigo?- era un tipo más o menos avanzado de edad, cincuentón,  pelo canoso, flaco y con los bigotes amarillos por el tabaco. Me dio la impresión de ser uno de esos tipos que habían decido hacerle frente a la crisis económica, que llevaba muchos años, como veintitantos años por cierto, o toda la vida de este país; abriendo su tienda hasta los domingos.
- ¿Tienes balones de rugby? –le pregunté sin dudar.
- ¿Balones de ru…. –. Intentó decir, pero se detuvo. Me miró incrédulo. Seguramente pensaba que tenía todas las respuestas en su oficio menos una, lo miré y pensé que a partir de hoy pensaría que ya no lo sabía todo en cuestión de artículos deportivos, después de años de estar vendiéndolos.
- Rugby – le repetí con firmeza, pero él, con medio cuerpo afuera de su tienda, recargado en el marco y con la puerta a medio abrir, se quedó perplejo. – No, lo siento y no creo que alguien los venda por aquí. – se adelantó a decirme.
Subí al camión que me llevaría de regreso. De vez en vez, yo le echaba una mirada a las hojas que llevaba en mi mano, algunas tenían fotos de jugadores haciendo maniobras: tacleando, anotando, pateando. Miraba a los que estaban cerca de mí, pero nadie se daba cuenta qué era eso que sostenía fuertemente en mi mano y que por mi ansiedad juvenil miraba y revisaba constantemente, mientras volteaba a todos lados esperando que alguien, en algún momento, me preguntara de qué se trataban esos papeles con fotos que miraba tanto.
El camión entró al barrio y a los pocos minutos apareció a lo lejos la esquina donde debía bajar. Cuando bajé, empecé a caminar sobre la banqueta gris a la que los árboles hacían sombra y sobre la cual dejaban caer sus aromas de leña húmeda. Había gente afuera de las casas. En Octubre, todavía hace calor en Guadalajara y los domingos la gente, ya desocupada, en barrios como aquel, sale de sus casas a ver pasar a los demás o al menos para sentir el fresco de la tarde.
Pasé frente a la casa de Lorena, allí estaba ella con sus hermanos y su abuela. Me miró un poco sorprendida de verme caminando solo, viniendo de algún lado y la saludé con un ademán veloz que hice:
-¡Hola!  - le dije con una sonrisa medio disimulada.
-¡Hola! – me respondió sorprendida, pero con gusto. La abuela también me miró, una mujer robusta, gorda de piernas que se apoyaba sobre la barda que dividía la casa de Lorena con la casa contigua; mientras platicaba con la dueña de la casa. La abuela me dirigió una mirada inquisidora por encima del aro de sus lentes al notar que su nieta había saludado a alguien: “uno de esos muchachillos del barrio”.
Lorena traía un balón de volleyball en sus manos y jugaba con uno de sus hermanos, me sonrió una vez más cuando voltee de nuevo para mirarla, unos metros después que había pasado frente a su casa. Sentí un temblor en mi cuerpo y me di cuenta de ello porque las hojas impresas crujieron entre mis dedos.
Lorena estudiaba el último año de secundaria, en la secundaria de la que yo había salido unos meses atrás. Estuvimos dos años en esa escuela, a la cual la mayoría de los muchachos del barrio ingresa luego de la escuela primaria. Además, fuimos vecinos, la casa de sus padres, estaba apenas a una cuadra de la de mi madre, una cuadra antes o adelante. Y su casa estaba a la mitad de camino entre la casa del Beto, su primo,  quien era mi mejor amigo en aquella época; y la mía.
Pero debo admitir que durante esos dos años que compartimos juntos, ella nunca me llamó la atención, al menos eso pensaba, ya que íbamos y veníamos de la secundaria los tres: Beto, el mejor estudiante de nuestra generación; ella y yo. Sin que nada ordinario ni extraordinario pasara entre nosotros.
Beto y yo, nos íbamos platicando, mientras que ella, en silencio, nos seguía la charla, callada, caminando a un lado de nosotros. Que yo me acuerde nunca le hice caso, sólo me limitaba a mirarla, de vez en vez, mientras escuchaba al Beto.
Así fue mi relación con Lorena, hasta el día aquel en que fuimos a ver si habíamos salido en la lista de los admitidos a la preparatoria de la Universidad Estatal. Un mes y medio antes habíamos presentado exámenes y papeles para el ingreso, cosa que nos tenía en vilo, pues los jóvenes como yo dependíamos de eso para tener un futuro más o menos planeado.
Ese día, nos  vimos rodeados de histeria, pues muchos de los que íbamos a ver las listas iban acompañados de sus padres, quienes hacían gran escándalo cuando sus hijos aparecían en la lista. Lorena acompañaba al Beto con quien yo me había puesto de acuerdo para ir juntos a ver las listas de los admitidos. Él pronto se encontró en la lista: “qué angustia, pero estaba seguro que sí saldría”, dijo mientras salía de entre el gentío que se agolpaba frente a las vitrinas. Sin embargo, yo, a pesar de que con mi dedo pasé varias veces por encima de los números, no me encontré en las listas. Me quedé mudo y entumido, salí como pude de la multitud y les dije tartamudeando: “No salí”, entonces ella me tocó con su mano el hombro, acariciándomelo y diciéndome con tono de consuelo: “en las próximas sí sales”.
El Beto me decía: “que mal pedo Míke, ya no vamos a estar juntos”, mientras yo veía, únicamente, los ojos de Lorena.  Desde entonces lo que yo creí era indiferencia se convirtió en una realidad: se hizo evidente lo que sentía por ella, se reveló el origen de mi curiosidad por verla a los ojos cuando veníamos caminando de la secundaria.
Ahora, pienso que, de todo lo que me ocurrió ese día: los planes como compañeros de prepa que hacíamos el Beto y yo, para cuando estuviéramos estudiando juntos como en la secundaria; el no ver mi número de solicitante en las hojas de las listas de admitidos entre gritos de euforia y gritos de frustración, el enojo de mi madre al contarle y la mirada impávida de Humberto cuando les conté en casa; lo único que recuerdo vivamente es la presencia de Lorena ahí, de pie, junto a mí, en ese estado de confusión de las cosas, rodeados de gente: unos corriendo de alegría y otros con lágrimas tristes por el resultado.
***
Mi madre y el Jume llegaron ya de noche. Venían muy asoleados y cansados. Él se despidió apenas llegó, ni siquiera descansó como acostumbraba un rato en nuestra casa; dejó las bolsas y salió. El tenía que viajar todavía un buen rato hasta la casa de su madre a recoger a su hija, quien no había querido ir tampoco al paseo. Se despidió levantando su mano en el umbral de la puerta y se perdió en la penumbra de la calle.
Mi madre entró al baño, luego a la cocina y un rato después salió su voz:
- ¿Cómo te fue? – me dijo entre angustia y cansancio.
-Bien, imprimí algunas cosas de rugby - le dije orgulloso de mi labor dominical.
-¿De rugby?, pensé que habías ido a imprimir algo para el examen de ingreso a la prepa: apuntes o algo así.
-No, fui a imprimir algo de rugby - le respondí en un tono más bien serio.
- ¿Cuánto gastaste en tu Rugby, Míke?
- Como treinta varos – le dije mientras miraba las hojas.
- ¿Treinta pesos? - me dijo, mientras sacaba la cabeza de la cocina para echarme su mirada de enojo hasta la sala donde estaba sentado.
Nos miramos, mi madre iba a empezar a regañarme, ya me preparaba para escuchar su perorata sobre mi vida sin escuela y el gasto innecesario en cosas superfluas, sin embargo se detuvo, se recargó en el marco de la puerta y con medio cuerpo afuera de la cocineta, hacia la sala, me miró y con una mirada de desaprobación me dijo:
- ¿Qué ese rugby no es muy violento?
- Sí.
-Te lo digo porque a parte de que no tienes escuela, ni trabajo, espero no tener que lidiar con un hijo paralítico.
¿Por qué los adultos siempre se paraban en los umbrales de las puertas, con una mirada que parecía decir todas las verdades del mundo? ¿Por qué creían tener la autoridad moral suficiente para decirle a los jóvenes las más especiales máximas de sabiduría? Me preguntaba, y me preguntaba también si yo mismo me convertiría, al final, en uno de esos adultos, recargado en un marco semejante diciéndole a mis hijos: “los videojuegos no sirven, estudia algo útil o al menos sal a jugar…¿Rugby?” Había tenido en mi mente la palabra soccer, pero algo en mi interior reviró lanzándolo por la borda y lo sustituyó por la palabra rugby.
- No te preocupes por eso – le dije y agregué :- además según lo que leí hoy, hay más heridos en el karate que en el rugby, e incluso en el soccer hay casi la misma cantidad de heridos.
- Pero explícame, entonces ¿qué es eso del rugby?
-Creo que todo, madre, creo que todo. Al menos por el momento, mientras entro a la Prepa….. -. “mientras me ligo a la Lorena; mientras crezco para salir de esta hoya; mientras olvido a mi padre; pero aún así, tal vez, al final, madre, el rugby lo sea todo”, pensé.

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